jueves, 30 de mayo de 2013

Nadie debería trabajar

Lo fácil es pensar que las cosas son como son porque así tienen que ser. Ese es el argumento jefe de un pensamiento perezoso, un pensamiento miedoso. Pero, a veces, llega un puñado de palabras y sacude el espejismo en el que millones de personas han construido su vida. Esto ocurre, por ejemplo, cuando uno se tumba en el sofá y lee un libro que comienza así: “Nadie debería trabajar”.
El primer párrafo de La abolición del trabajo, de Bob Black, proclama: “El trabajo es la fuente de casi toda la miseria en el mundo. Casi todos los males que puedas mencionar provienen del trabajo o de vivir en un mundo diseñado para el trabajo. Para dejar de sufrir tenemos que dejar de trabajar”.
¡¿☠☹☣?!
–¿Es esto una provocación? –te preguntas al leer las primeras frases.
–No –te respondes al llegar a la última página.
El escritor estadounidense propone en este ensayo, publicado en 1985 y recuperado ahora por Pepitas de calabaza, “una nueva forma de vivir basada en el juego (…), una convivencia lúdica, comensalismo o, tal vez, incluso arte. (…) Yo agito por un festejo permanente”.
Black utiliza la palabra ‘juego’ en un sentido mucho más extenso que el de diversión. El politólogo plantea“una aventura colectiva en alegría generalizada y exuberancia libremente interdependiente”. Y sabe que la propuesta es atrevida porque la mayoría de las ideologías que han ido modelando el presente “creen en el trabajo”. Desde la moral calvinista o el protestantismo hasta el marxismo y la mayor parte de las ramas del anarquismo (estas dos últimas “defienden el trabajo aún más fieramente porque no creen en casi ninguna otra cosa”, asegura en su ensayo).
El filósofo desmonta la concepción del trabajo que se ha ido forjando durante siglos, especialmente, desde la industrialización. Pero sabe que encontrará cierta resistencia porque “vivimos tan cerca del mundo del trabajo que no vemos lo que nos hace”. Y por eso –dice– busca en la sabiduría de “observadores externos de otros tiempos y otras culturas para apreciar el extremismo y la patología de nuestra posición presente”.
“La monotonía y la exclusividad de un empleo destruye el interés de cualquier actividad y todo su potencial lúdico”
Desde este alejamiento mental propone una “definición mínima del trabajo” como “labor forzada” y asegura que, además, se trata de una “producción impuesta por medios económicos o políticos”. “El trabajo”, asegura en su ensayo, “nunca es hecho por amor al trabajo mismo, sino para obtener un producto o resultado que el trabajador (o, con más frecuencia, alguien más) recibe del mismo”.
Dice Black que “los trabajadores industriales (y de oficina) se encuentran bajo el tipo de supervisión que asegura el servilismo”. La monotonía y la exclusividad que supone, no ya trabajar, sino “tener un empleo”, destruye el interés de cualquier actividad y todo su potencial lúdico. “Un empleo que podría atraer la energía de algunas personas por un tiempo razonable, por pura diversión, es tan solo una carga para aquellos que tienen que hacerlo por 40 horas a la semana sin voz ni voto sobre cómo debería hacerse, para beneficio de propietarios que no contribuyen en nada al proyecto, y sin oportunidad de compartir las tareas o distribuir el trabajo entre aquellos que tienen que hacerlo. Este es el verdadero mundo del trabajo: un mundo de estupidez burocrática, acoso sexual y discriminación, de jefes cabeza hueca explotando y descargando la culpa sobre sus subordinados, quienes –según cualquier criterio tecnicoracional– deberían estar dirigiendo todo”.

La ‘oligarquía de oficina’

Para el estadounidense, “la degradación que experimentan la mayoría de los trabajadores es la suma de varias indignidades que pueden ser denominadas como disciplina”. Esta palabra reúne “la totalidad de los controles totalitarios en el lugar de trabajo (supervisión, movimientos repetitivos, ritmos de trabajo impuestos, cuotas de producción, fichar…)”. “La disciplina es lo que la fábrica, la oficina y la tienda comparten con la cárcel, la escuela y el hospital psiquiátrico. Es algo históricamente nuevo y horrible. Va más allá de las capacidades de los dictadores demoníacos de antaño como Nerón, Gengis Khan e Iván el Terrible. Pese a sus malas intenciones, ellos no tenían la maquinaria para controlar tanto a sus súbditos como los déspotas modernos. Eso es el trabajo”, asegura, “el juego es todo lo contrario”.
El trabajo es forzado. El juego es voluntario y no se hace a cambio de dinero. Su recompensa es “la experiencia de la actividad misma”.
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sábado, 11 de mayo de 2013